19 ago 2011

Theo

Me vuelvo a quedar quieta. Motas de polvo, miles de partículas flotan en el aire, como si no tuvieran en cuenta la gravedad. Los colores se vuelven cálidos, cambiantes, tenues a la luz de las velas. La madera que recubre las paredes, desgastada por el tiempo, ensancha sus grietas en amplios surcos. Ya no éramos los mismos, nos convertimos en personas horribles. Nos daban igual las medicinas, mayor o menor dosis, no había diferencia porque al final, siempre volvía a salir el sol. Y permanecía inmóvil, como cuando me mirabas una última vez antes de sumergirte en un mar de tinieblas.

Tus ojos se mueven feroces y hambrientos bajo tus párpados. Tu pecho se vuela al ritmo del bailoteo del latido de tu corazón y tu piel parece bañada en diamantes de sudor.

Vuelo a estar ahí. Observo la mesa dónde ponemos los medicamentos. Tiene las patas torcidas, ni siquiera es estable y no puedo evitar sonreír porque siempre se te dio fatal construir cosas, pero te gustaba verme sentada en el porche, con un trozo de pastel en la mano mientras te admiraba a la luz del sol. Recuerdo el olor a whisky y cigarrillos que impregnaba toda la casa. Te gustaba apoyar la cabeza en mi regazo mientras me mirabas durante horas y yo observaba como la luz del atardecer calentaba tu piel y la hacía brillar. Y yo, yo no cambiaba aquello por nada del mundo.